Me adentré en el bosque , una tarde más, ataviada con mi ajada capa roja. Seguí el camino, el de siempre, tarareando la consabida cancioncilla. Pasado el primer claro, apareció el maldito lobo feroz. Parecía cansado, más que de costumbre, y sus profundas ojeras así lo atestiguaban. Yo también lo estaba. Cansada y harta de las continuas humillaciones sufridas a lo largo de los años. Aquel día solo buscaba una sola cosa: venganza. Así es que, antes de que el lobo abriera su bocaza para preguntarme lo de siempre, saqué el revólver de mi cestita y vacié el cargador sobre su barriga. Después, corrí.