La proximidad de la navidad
le hacía sentir mal porque invitaba a realizar un examen de conciencia del que
pocas veces salía bien parado. La interminable lista de buenos propósitos que
cada enero se afanaba en confeccionar, resultaba inútil apenas un par de meses
después. Ahora, sin embargo, no había tiempo para lamentaciones. Repasó todos
los preparativos y cayó en la cuenta de que no recordaba dónde había puesto el
tique de la tintorería. Intentó hacer memoria mientras rebuscaba por toda la
casa el maldito papel. ¿Dónde lo habría puesto? Abrió el armario y, traje por
traje, miró en todos los bolsillos sin resultado. Cruzó los dedos y sacó la
ropa húmeda de la lavadora para comprobar que tampoco estaba allí. Tras unos
angustiosos minutos, encontró el resguardo bajo el mueble del pasillo,
escondido, como queriéndose burlar de él. Demasiadas emociones para un solo
día, se dijo justo cuando el teléfono comenzaba a sonar. De mala gana descolgó
y escuchó al otro lado la voz de su ayudante: “Santa, todo listo, mañana a
estas horas comenzaremos el reparto. Los regalos ya están empaquetados y
cargados en el trineo. No olvides recoger tu traje en la tintorería. Que
descanses”.
«Blanco o negro, vivir o morir...; se trata de tomar decisiones y actuar», gritaba mi padre furioso cada vez que me veía dudar. Los baños diarios en el mar, incluso durante el invierno, o la prohibición de mostrar mis sentimientos, ni siquiera durante el funeral de mamá, formaban también parte de su empeño en convertirme en un hombre de verdad, útil para este mundo. Así es que estoy seguro de que se sintió realmente orgulloso de mí cuando permanecí sentado en la arena, impasible ante sus súplicas, mientras se ahogaba aquella fría tarde del mes de abril. Microrrelato seleccionado para su publicación en la antología 100 palabras para un mundo de El Libro Feroz Ediciones .
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