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Mi familia

 

Ilustración de José Merlos



En el ascensor hay un cartel pegado a la puerta en el que se lee «AVERIADO». No parece un buen presagio. Subo por las escaleras cargado con dos maletas a punto de reventar. En el rellano del segundo piso tengo que parar para recobrar el aliento. Aquí hoy han comido coliflor. Reanudo la subida antes de que el asqueroso olor se haga un hueco entre mi ropa. Cuando llego al quinto dejo caer las maletas al suelo, me seco la frente y busco la llave en mi bolsillo. No puedo evitar sonreír. Al fin estoy frente a la puerta de mi casa. Un piso modesto en las afueras de la ciudad, pequeño, muy pequeño, pero con un alquiler asequible. No tan asequible, en realidad, pero sí al menos habitable y no como los cientos de cuadras y estercoleros que me he visto obligado a visitar antes de encontrar este. Nada que una buena mano de pintura y tres o cuatro chapuzas no puedan arreglar.

Introduzco la llave en la cerradura y cuando voy a entrar dos nenas se abalanzan sobre mí.

—¡Bravo, bravo, papá ya está aquí! —grita una de ellas mientras las dos danzan y aplauden a mi alrededor—. ¿Cuántos regalitos nos has traído? ¿Cuántos? Di, papá, ¿cuántos?

El tremendo sobresalto me mantiene paralizado durante unos segundos. Solo soy capaz de parpadear mientras miro incrédulo a las dos chiquillas que ahora cuelgan de cada una de mis piernas. No sé calcular su edad, pero no creo que tengan más de cuatro años. Las dos son pelirrojas, pecosas y visten igual. No dejan de gritar y brincar. Consigo zafarme de ellas y entonces corren hacia la puerta. Intentan abrir las maletas.

No entiendo nada. ¿Qué hacen estas dos criaturas en mi casa? ¿Me he confundido de puerta? No, eso no es posible, no hubiera podido abrirla con mi llave. 

Justo cuando parece que empiezo a recobrar la movilidad e intento ir en auxilio de mis pertenencias, la voz de una mujer emerge desde el interior del piso.

—Niñas, venid aquí, por favor. Dejad al menos que papá pueda entrar en casa. Cariño, estoy en la cocina.

La voz suena dulce, es una voz amable, pero aun así no quiero ir hacia ella. No es a mí a quien se dirige. Yo no soy papá, yo no soy cariño. Soy nuevo en la ciudad, todavía no me ha dado tiempo de conocer a nadie por aquí, si no tengo en cuenta a la mujer a la que le he alquilado el piso. Soy hijo único y huérfano y ni siquiera soy extrovertido. Solo he tenido una novia en toda mi vida y estoy seguro de que no me casé con ella. Sí, puede que habláramos de eso, incluso de formar una familia, pero en cualquier caso nunca llegamos a convivir bajo el mismo techo. Se cansó pronto de mí. Soy un lobo solitario.

—Pero, ¿qué haces ahí parado? —La voz se ha materializado ante mí en forma de una espectacular mujer con el rostro iluminado por una enorme sonrisa. Sin duda es la madre de las criaturas, su versión adulta y absolutamente mejorada. Ella también es pelirroja y tiene la cara salpicada de pecas. Se seca las manos con un trapo de cocina y me mira con la misma alegría con la que antes me han recibido las dos crías.

—Niñas, a merendar. Papá os dará vuestros regalos solo si termináis todo el bocadillo.

Las chiquillas obedecen, sueltan las maletas y corren hacia el interior del piso.

La mujer pasa a mi lado, cierra la puerta de un manotazo y me abraza por la espalda. Siento cómo hunde la nariz en mi jersey y rezo para que no haya ni rastro de la coliflor del segundo.

No soy capaz de articular palabra y, aunque lo fuera, no estoy seguro de querer romper este idílico momento.

—Vamos —me susurra mientras me arrastra del brazo hasta la primera habitación. Allí me empuja sobre la cama y me hace el amor mientras, muy bajito, me cuenta lo mucho que me ha echado de menos. Yo no puedo hacer otra cosa que dejarme llevar. Al otro lado del tabique se oyen las risas de las niñas mientras juegan. Deben de haber terminado la merienda.

Ha sido un viaje largo y demasiados meses sin sexo, así que no tardo en quedarme dormido entre los brazos de mi supuesta mujer. Me despiertan sus besos en la frente. Mis dos maletas están en el suelo de la habitación, a los pies de la cama, abiertas, vacías.

 

La vida con mi familia es fácil y placentera. Enseguida destierro los malos pensamientos. A veces tengo la tentación de acudir al médico, pero temo que certifique que he perdido la cabeza, que me diga que he sufrido un traumatismo y, como consecuencia, no recuerdo el día de mi boda o el nacimiento de las gemelas. Que no puede asegurarme nada a corto plazo, que lo mismo recupero mis recuerdos en dos meses que nunca. Nada de todo esto me importa porque no está en mi mano el remedio. Tal vez mi mujer no hable del día del accidente para no hacerme sentir mal. O puede que tal accidente no haya existido jamás y todo sea tan simple como que me estoy volviendo loco. Qué más da. Sigo dejándome llevar.

Voy al trabajo cada día y al volver a casa las tres me reciben con montones de besos y abrazos. Juego con las nenas a policías y ladrones, salimos a pasear por el parque, les leo un cuento antes de dormir y después, cuando el piso se queda en absoluto silencio, mi mujer y yo hacemos el amor una vez. En algunas ocasiones hasta dos.

 

Nos vamos de vacaciones a la playa. Celebramos la llegada del año nuevo los cuatro juntos. Abrimos los regalos que los Reyes Magos han dejado bajo nuestro árbol. Pasamos unos días en el campo durante la Semana Santa. Volvemos a salir al parque cuando llega la primavera. Es tan sencillo dejarse querer.

 

El director del banco en el que trabajo me llama a su despacho. Habrá traslados, me cuenta, cambios y despidos. Me aconseja que cuando me ofrezcan un puesto en una de las sucursales de la provincia vecina, lo acepte. Soy un gran tipo, asegura, y me desea suerte en el futuro. 

Al llegar a casa se lo cuento a mi mujer y se alegra mucho, no le importa que nos mudemos. Parece sentirse orgullosa de mí. Enseguida me ofertan el cambio y yo acepto. El banco nos proporcionará una vivienda de alquiler los primeros seis meses, así que buscaremos la definitiva cuando estemos allí, sobre el terreno. Decido llamar a la propietaria de este piso para avisarle cuanto antes y aunque no le dejo demasiado margen de tiempo parece no molestarle. He sido un inquilino excelente, me dice. 

 

Es nuestro último día en esta ciudad. Vuelvo a casa agotado. Hace demasiado calor, creo que no tardará en caer una buena tormenta porque el ambiente está demasiado cargado. Espero que no nos pille en la carretera, odio conducir mientras llueve. Entro en el portal del edificio y agradezco esa temperatura tan fresca. La alegría no dura demasiado. El cartel de «AVERIADO» en la puerta del ascensor parece una broma de mal gusto. Comienzo a subir las escaleras y no puedo evitar recordar el día que lo hice por primera vez. Al llegar al segundo me asalta el hedor de la coliflor hervida y se me escapa una enorme carcajada. Cuando estoy llegando al quinto puedo escuchar los gritos de las gemelas. La puerta de casa está abierta de par en par y sobre el felpudo de la entrada descansan dos maletas enormes y una bolsa de viaje. No recuerdo haberlas visto antes en casa. Justo antes de pasar adentro veo a un hombre de espaldas con mis hijas colgando de sus piernas. 

—Niñas, a merendar —escucho decir a mi mujer un instante antes de darme con la puerta en las narices.     



Relato publicado en el periódico La Verdad de Murcia.

                                                                                           



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