*Detalle de El ángel caído de Alexandre Cabanel* |
Me extrañó mucho que me enviaran allí sin comprobar antes mi historial, pero es cierto que mi aspecto angelical siempre me había ayudado a parecer lo que no era. Tal y como había imaginado antes de morir, el cielo era un lugar esponjoso, tranquilo y sumido en una irritante claridad. Los rubicundos seres que lo poblaban pasaban el tiempo tocando arpas, liras y laudes, desafiando a los nervios más templados. Supe que sería imposible aguantar toda la eternidad en semejantes condiciones, así es que tuve que intervenir.
No me costó hacerme con la confianza de un pequeño grupo para sacar a sus miembros de tan tediosa rutina. Al primer divertimento que nos entregamos con un inusitado fervor fue al de orinar asomados a nuestras nubes en los días de lluvia. Se morían de la risa imaginando a los todavía vivos recibiendo aquellas gotas con la cara vuelta hacia arriba. Enseguida se cansaron y reclamaron algo más de sofisticación en nuestros pasatiempos. Les recordé palabras malsonantes que no tardaron en reproducir como machaconas letanías, cortamos los rizos de los querubines a los que primero alcanzaba el sueño, destrozamos nubes, robamos instrumentos musicales y mentimos acerca de quién había sido el responsable, señalamos a inocentes y nos regodeamos en nuestras mentiras como cerdos en el fango. Pero todo se volvió insuficiente y tuvimos que ir un poco más allá. En cierta ocasión esperamos a que Azazel se durmiera para rodearlo y mientras ellos lo sujetaban, saqué un mechero de mi bolsillo —nadie me registró el día que llegué— y le prendí fuego a sus dos alas. Cuando mis nuevos amigos levantaron al pequeño ángel y lo lanzaron cielo abajo, supe que definitivamente el juego se nos había ido de las manos.
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