Una
noche de verano Luis nos despertó con sus alaridos. Asustados, salimos
corriendo de nuestras habitaciones y nos dirigimos al patio. Allí, mientras gritaba
a quien quisiera escuchar que él era el mismísimo capitán Spock, nosotros asistimos
atónitos al aterrizaje de una enorme nave espacial. Un par de semanas más tarde
aquel artefacto desapareció, al igual que Luis.
Bien
entrado ya el otoño fue Aurelio el que una tarde revolucionó nuestra rutina al
asegurarnos que, en realidad, él era el conde Drácula. Dicho esto, un imponente
ataúd hizo su aparición también en el patio. Así, sin más. La tierra se abrió y
aquello brotó de su interior. A partir de entonces Aurelio dejó de dormir por las
noches y tuvimos que arrastrar el ataúd hasta la sala común para evitar que le
diera el sol durante el día.
Por
suerte para mí, nada más estrenar el invierno recibí el alta, con gran alivio,
pues mi compañero de habitación acababa de contarnos esa misma mañana la
sangrienta batalla que había librado contra Moby Dick a bordo de su ballenero.
Al salir me pareció escuchar un lejano rumor de olas y aceleré el paso.
Tremenda fauna de chiflados la de ese hospital, aunque los de fuera tampoco estamos mejor.
ResponderEliminarUn abrazo.
Sin duda, José Antonio, esto es un mundo de locos.
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