A sus sesenta años no había cometido la frivolidad de llegar ni hasta las tres horas de sueño continuo. Es por esto que intentaba descansar durante el día, incapaz de hacerlo por la noche debido a los terribles ronquidos de su marido, esos gruñidos espeluznantes más propios de cualquier bestia salvaje que de un hombre civilizado. Empezaban como leves soplidos que poco a poco iban ganando fuerza y volumen hasta hacerse insoportables. Nada conseguía acallarlos, ni los chasquidos con la lengua ni los codazos en las costillas. Nada. Y aunque siempre había sido así, ella jamás se acostumbró a semejante tortura. Mucho menos desde que cada noche los empieza a escuchar, sin excepción, a las dos de la madrugada: la hora exacta en la que hace cuatro meses enviudó.