Se oye el sonido de la verja de entrada que se abre y se cierra sin parar. También se escucha el ladrido incansable de un perro desde hace varias horas o puede que sean días. No sé, aquí abajo es difícil medir el tiempo. En este minúsculo espacio nos hemos llegado a hacinar hasta diez, once, doce personas, puede que trece, no recuerdo bien. Sin ventanas, sin luz, solo una trampilla en el techo ya desvencijada tras los últimos ataques de esos malditos animales salvajes. Seguro que al principio eran dóciles, pero desde la catástrofe todos actúan como bestias. Nosotros también. Hace demasiado tiempo que ya no se escuchan los helicópteros ni las explosiones, solo los ladridos que con el paso de las horas terminan convirtiéndose en espeluznantes aullidos. Y el escarbar de las fieras, un incansable rascar de uñas contra la madera, que termina desquiciándonos a todos. Antes los animales no insistían demasiado, se marchaban pronto y entonces llegaba el silencio, mucho más aterrador. Sin emb...