Se
oye el sonido de la verja de entrada que se abre y se cierra sin parar. También
se escucha el ladrido incansable de un perro desde hace varias horas o puede
que sean días. No sé, aquí abajo es difícil medir el tiempo. En este minúsculo espacio
nos hemos llegado a hacinar hasta diez, once, doce personas, puede que trece,
no recuerdo bien. Sin ventanas, sin luz, solo una trampilla en el techo ya
desvencijada tras los últimos ataques de esos malditos animales salvajes.
Seguro que al principio eran dóciles, pero desde la catástrofe todos actúan
como bestias. Nosotros también.
Hace
demasiado tiempo que ya no se escuchan los helicópteros ni las explosiones,
solo los ladridos que con el paso de las horas terminan convirtiéndose en
espeluznantes aullidos. Y el escarbar de las fieras, un incansable rascar de
uñas contra la madera, que termina desquiciándonos a todos. Antes los animales
no insistían demasiado, se marchaban pronto y entonces llegaba el silencio,
mucho más aterrador. Sin embargo, a medida que las condiciones van empeorando allá
afuera, sus intentos por entrar duran más. Si hasta yo soy capaz de oler el
miedo que desprenden nuestros cuerpos, ¿cómo iban los animales a ignorarlo?
Ninguno
de los que se atrevieron a salir ha vuelto. Huyeron todos, uno tras otro. Unas
veces solos, otras en pequeños grupos. El último ni siquiera se despidió. Por
suerte nos quedan una manta y un par de botellas de agua, aunque yo no dejo de
pensar en toda la comida que esos desertores se han ido llevando.
El
bebé también llora sin parar desde hace días. Me ocupo de él, pero desde que la
comida se acabó, yo estoy seca.
Aquí
solo queda el ladrido del perro, el chirriante sonido de la verja, el
inconsolable llanto del bebé y la seguridad de que tengo que defenderlo. Debo protegerlo,
no puedo permitir que ningún perro hambriento termine arrancándomelo de los
brazos.
El
bebé es mío.
El
bebé es el último alimento que me queda aquí abajo.
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