Ayer estuve en Pamplona, en el barrio de la Txantrea; el de
los Barricada, me dice Raúl, y a mí me da la risa (nerviosa). Hace quince días
recibí una llamada para comunicarme que había sido la ganadora del IX Certamen
Literario Sagrario Resano en la modalidad de castellano y estas dos últimas
semanas las he vivido inmersa en un constante estado de nervios. Ayer tuvo
lugar la entrega de premios y, claro, estaba invitada. David, el chico de la
asociación cultural con el que hablé, me dio todo tipo de facilidades desde el
primer momento. Si quería, podía ir, ellos encantados de recibirme; si no iba,
también lo entendían. Si iba y quería decir algo, perfecto y si no abría la
boca tampoco pasaba nada. El caso es que a mí el corazoncito me pedía a gritos
ir y hablar y dar las gracias y decir que estaba encantada y feliz, pero mi
cerebro me mandaba señales contradictorias en forma de angustia permanente. En
ningún momento dudé la respuesta (¡claro que iría!) porque no estaba dispuesta
a perderme mi primera entrega de premios, el problema surgía ante la
posibilidad de hablar o no. ¿Y por qué este miedo irracional a la gente? Y no,
no hablo de maripositas en el estómago, no hablo de “ay, que nerviosa me pongo”,
estoy hablando de auténtico terror, de temblores incontrolables y de taquicardias,
de querer que un rayo impacte sobre mi cabeza y me reduzca a cenizas antes de
que el chico que está presentando el acto me haga una señal para que yo salga a
decir unas palabras. Pero no ocurre, lo del rayo. Y sí, el chico me hace una
señal y yo salgo, subo a la tarima, me pongo tras un atril y coloco sobre él un
papelito manoseado que he escrito esa misma mañana y lo he repetido mil y una
veces frente al espejo de mi habitación. Levanto la vista un segundo y veo a un
montón de desconocidos, todos con sus dos ojitos sobre mí. Y siento el peso de
todas esas miradas y me hago muy pequeña. Sonrío, o eso intento, y entonces
balbuceo esas cuatro frases que llevo escritas, pero que no me hace falta leer
porque se me han grabado milagrosamente en el cerebro. Y después vuelvo a mi
asiento. Fin del tormento. Ahora me queda lo mejor.
Termina el acto y en un momento me veo rodeada de gente que
me da la enhorabuena, que me besa, que me dice que mi relato les ha encantado,
gente a la que yo jamás he visto antes y que probablemente no vuelva a ver, y
todos me sonríen. Los hay que me dicen que ellos también se ponen muy nerviosos
cuando tienen que hablar en público y yo solo puedo decir “gracias” una y otra
vez, aunque no estoy segura de que ellos entiendan realmente todo lo que quiero
transmitirles con esa única palabra que se queda tan corta en este caso.
Echo la vista atrás y en mi vida no hay ningún episodio que
pueda darme la clave para entender este pánico. Lo que quiero decir es que
nunca un grupo de desconocidos me ha dado una paliza o me ha ridiculizado.
Nunca me han hecho el vacío en un grupo al que acabara de llegar y pese a no
ser la persona más extrovertida del mundo, suelo integrarme bien aunque me
lleve algo de tiempo. Vamos, que a mí las personas me gustan a poquitos, de una
en una mejor, porque cuando ya hay un grupo considerable me bloqueo. Recuerdo
cuando en la universidad el profesor de Antropología nos dijo que el examen
constaba de dos partes: una escrita y otra oral, que consistía en exponer un
tema delante de toda clase. Pues bien, yo decidí ese mismo día que no me
presentaría al examen y que dejaría la asignatura pendiente hasta septiembre
porque entonces solo habría un examen escrito. Así de sencillo y de patético. Y
me acuerdo mucho también de mi amiga Nazareth Amili, que siempre decía: Total,
¿para qué vamos a ir si les vamos a caer fatal?
Ahora, aunque el miedo sigue siendo el mismo, no quiero perderme
momentos como el ayer.
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