Hoy hace tres años de mi
encierro. Me marea pensar lo deprisa que transcurre el tiempo, incluso cuando
una solo se dedica a verlo pasar. Agorafobia, dictaminó la psiquiatra, después
de varios ataques de pánico en mitad de la calle. Tras el diagnóstico me
rebelé, pero pasados algunos intentos, todos ellos infructuosos, por volver a
salir, decidí permanecer en casa, el único lugar del mundo en el que me siento
a salvo. Dentro de la vorágine que supone esta enfermedad, los primeros meses
fueron, sin duda, los más llevaderos. Recibía visitas a menudo, constantes
llamadas y mis requerimientos eran satisfechos con más o menos rapidez por la
mayoría de mis conocidos. Sin embargo, la paciencia es una cualidad de duración
finita y hoy por hoy, pasan semanas sin que nadie pise mi casa. El teléfono
también hace ya mucho tiempo que dejó de sonar.
Durante el día paso las
horas sentada frente al televisor, esperando la llegada de algún milagro o de
un rayo mágico capaz de reiniciar mi cerebro para dejarlo tal y como estaba
hace tres años. Algunas veces como de forma constante, compulsiva, con el fin
de que las horas duren menos. En otras ocasiones me olvido de hacerlo y paso
dos o tres días sin probar bocado. A cambio, lo que intento es ahogarme dentro
de cualquier botella de güisqui, ginebra, vodka, qué más da. Es un alivio vivir
en la era internet, desde donde puedo conseguir casi cualquier cosa sin salir
de mi refugio. De haber nacido hace cincuenta años, probablemente ya hubiera
muerto de inanición. Esto es algo que pienso de vez cuando. Me pregunto qué
pasaría si se declarara un incendio en casa, ¿sería más fuerte mi instinto de
supervivencia o ganaría la batalla mi agorafobia, impidiéndome salir a la
calle? El tiempo libre es lo que tiene, que da para pensar muchas tonterías que
no llevan a ninguna parte.
El mejor momento del día,
sin duda, es la noche. Cuando me acuesto y consigo dormir, puedo soñar. No
gasto demasiada energía al cabo del día, así que hay muchas noches que las paso
en vela, sacando las faltas al techo, pero cuando consigo una tregua, la
mayoría de las veces con ayuda de alguna minúscula y efectiva pastilla, y puedo
dormir, mi vida se transforma. A través de mis sueños consigo ser libre por
unas horas. Puedo salir de aquí, perder de vista estas horribles paredes. Puedo
pasear por la calle, recorrer los parques, respirar, sentir el aire en mi
rostro, vivir una vida, en definitiva.
Hace ya algunos meses que
sueño con él. No sé su nombre, aún no me lo ha dicho, y su cara no llego a
distinguirla del todo, pero me hace tan feliz encontrarme con él. Creo que le
gusto, en mis sueños peso la mitad que en la realidad y me siento mucho más
atractiva. Mi pelo vuelve a brillar y el color ceniciento de mi cara ha
desaparecido. Él me coge de la mano mientras paseamos, me acaricia de manera
muy dulce y, en ocasiones, hacemos el amor. La semana pasada lo hicimos sobre
la hierba húmeda de un parque y juro que fui capaz de sentir cómo se mojaba mi
trasero. Hace unos días me pidió que me fugara con él. Me aseguró que yo solo
sería feliz a su lado y que no tenía sentido esperar más. Creo que esa noche
por fin ha llegado. Tengo todo preparado
para partir: el bote de somníferos descansa sobre la mesilla y en el suelo, a
los pies de mi cama, espera una botella de güisqui. Me muero de ganas por
volver a ser libre otra vez.
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