Clara, mi
mujer, vivía permanentemente cansada. Es por eso que, aquella tarde, al llegar
a casa, no me extrañó encontrarla durmiendo en el sofá. Preparé la cena e intenté
despertarla, pero lo único que obtuve fue una sarta de exabruptos que preferí ignorar.
A
partir de entonces hubo muchos otros intentos, si bien es cierto que, a medida
que el tiempo pasaba, mis métodos tendían a ser más radicales: de las caricias,
los susurros y las cosquillas, pasé a taparle la nariz, darle fuertes meneos o gritar
hasta quedarme afónico. Nada la despertó.
Cuando la
desesperación se convirtió en angustia, hice pasar por aquel sofá a varios
médicos que, sin excepción, dictaminaron que se trataba de un caso de
agotamiento extremo. Nada que una buena cura de sueño no pudiera remediar.
Tuve, poco a
poco, que aprender a convivir con aquella nueva mujer, más silenciosa y menos
divertida, pero no por eso quise renunciar a todos nuestros planes.
Los días
pasan rápido. Demasiado. Cuatro años ya.
Ahora mi
única esperanza es que no tarde mucho más tiempo en despertarse porque soy
incapaz de decidirme por un nombre y el niño ya está a punto de empezar a
andar.
Vivimos dormidos y, sin embargo, tu surrealismo puede despertar a un muerto.
ResponderEliminarUn abrazo.