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Ave salvaje

 


Algunos días mamá quería volar, por eso a veces la encontrábamos subida al alfeizar de la ventana, batiendo sus brazos, dispuesta a dar el gran salto mortal. Es entonces cuando nos acercábamos muy despacio para no asustar a aquella ave salvaje y, una vez detrás, nos abalanzábamos sobre cada una de sus piernas. Mientras la sujetábamos todo lo fuerte que podíamos gritábamos para que papá viniese a ayudarnos.

Una vez sobre la alfombra de la habitación, todo eran abrazos, llantos, gritos y mocos. Ese mismo día mamá desaparecía durante una temporada y a nosotras nos invadía un alivio triste o una tristeza aliviada, que transitábamos en casa de los abuelos, ya que papá se sentía demasiado cansado para hacerse cargo de su dolor y de nosotras al mismo tiempo. No se lo reprochamos jamás. 

A mamá no podíamos verla durante esas temporadas en las que permanecía en el taller de reparación, como nos contaba papá cada noche por teléfono. Allí se encargaban de restaurar su salud mental y durante algún tiempo se le olvidaban sus ganas de volar. Entonces volvía a casa repleta de energía, aunque consumida por la culpa y nos pedía perdón mil y una veces, al tiempo que nos prometía que jamás volvería a pasar. Pero de nuevo ocurría.

Una noche de primavera a mamá la raptó la melancolía y sentada en el suelo del baño se desbordó. Tanto lloró que consiguió con sus lágrimas llenar la bañera y entonces deseó ser sirena. Se sumergió en aquel micromar de agua salada e intentó descansar. Esa vez fue papá el que la encontró y la salvó un instante antes de convertirse en un recuerdo para siempre. Después desapareció más tiempo que de costumbre y tuvimos que aprender a convivir con su ausencia y con ese pizco en el estómago que amenazaba con no abandonarnos jamás.

Algún tiempo después mamá volvió a casa y al verla nos abrazamos a sus piernas como tantas otras veces habíamos hecho, aunque entonces sí, sobre el suelo. Volvió a suplicar nuestro perdón, a jurar que no lo haría más, y vimos en el brillo de sus ojos que ella deseaba más que nadie que, por fin, eso se convirtiera en realidad.



Relato ganador del VIII Concurso de relatos cortos A Teyavana en memoria de Aurelio Argel.

 

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