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Próximo destino

 


Me despierto cuando mi cabeza golpea el cristal y tardo unos segundos en tomar conciencia de dónde me encuentro. Miro el reloj. Solo han pasado dos horas desde que dejé mi vida atrás. Parece mentira lo fácil que resulta que todo se venga abajo, en apenas un instante lo que creía estable y para siempre se ha desmoronado y lo único que puedo hacer ya es salir de entre los escombros. Si hace dos días alguien me hubiera dicho que ahora mismo estaría montada en un autobús, rumbo a la otra punta del país, no lo hubiera creído. Hasta hace nada llevaba una vida tranquila. No me gustan los imprevistos, me gusta tenerlo todo bajo control y, aunque me creía valiente, tal vez sea todo lo contrario, pues no estoy haciendo otra cosa que huir. Lejos, muy lejos.

Miro a mi alrededor. El autobús está repleto de gente de todo tipo. Gente joven y no tan joven, un matrimonio con dos hijos ruidosos a los que intentan convencer de que llegaremos pronto a nuestro destino, una pareja de ancianos cogidos de la mano con la mirada perdida al frente, un señor de pelo cano enfrascado en la lectura de un periódico, dos adolescentes dormidas una sobre el hombro de la otra y, a mi lado, un chico joven con auriculares, al que agradezco su absoluto desinterés por mi. No creo que ahora fuera capaz de soportar a un compañero de viaje de esos que pretenden contar toda su vida a una completa desconocida, bastante tengo yo con intentar recomponer la mía.

Estoy segura de que ofrezco un aspecto penoso aquí sentada con esta horrible mochila sobre mis piernas y la cara desencajada. De haberlo sabido, anoche me hubiera lavado el pelo y ahora no tendría que llevarlo recogido de cualquier manera. Giro la cabeza hacia el cristal de la ventana y el reflejo que me devuelve confirma mis sospechas. Doy pena o más bien, me doy pena. Sé que no puedo permitirme estas flaquezas. Respiro hondo e intento recomponerme. Hago un esfuerzo titánico y esbozo una tímida sonrisa, aunque lo cierto es que me gustaría echarme a llorar, dejar que todos mis miedos y frustraciones salieran en forma de lágrimas, llorar como si no hubiera un mañana y, después, dejarme consolar y abrazar por el chico que se encuentra a mi lado o por la anciana sentada delante de mí. Cualquiera de ellos, no importa quién, tan solo alguien que me abrazara y me dijera que todo va a salir bien, que he tomado la decisión correcta y que siga hacia adelante. Como mi madre. Pobre mujer, si me viera ahora mismo se moriría, de no ser porque ya lo hizo hace muchos años. Ella sí que era valiente. Madre soltera a los diecisiete años, poco le importó hacer su vida a espaldas de todas las habladurías del pueblo. Si no tuve ningún pudor para abrirme de piernas en aquel pajar, mucha menos vergüenza me da pasear mi bonito bombo. Y así nací, rodeada de rumores y cuchicheos, que a mi madre nada le afectaban. Cómo la echo de menos. Pienso en ella cada día y no puedo evitar torturarme a cada momento por no haberle demostrado todo lo que la quería. Era una mujer valiente, sí, pero nada cariñosa. Para ella cualquier demostración de amor era un síntoma inequívoco de debilidad. Quiso hacerme fuerte e independiente, aunque no lo consiguió, más bien todo lo contrario. 

–Ahora vamos a parar veinte minutos –nos anuncia el conductor con una voz  que muestra el más absoluto de los hastíos. No debe de ser el trabajo más divertido del mundo, pienso. Miles de horas frente al volante sin más quehacer que sumirse en sus propios pensamientos viaje tras viaje.

Me vendrá bien estirar las piernas y puede que un café con leche me ayude a ver las cosas con algo más de optimismo. Bajo del autobús y abro la bolsa: un paquete de pañuelos de papel, dos bragas, una camiseta arrugada, las llaves de casa (que tal vez ya nunca más vuelva a utilizar), un cepillo de dientes, un frasco de colonia casi vacío y, al fondo, la cartera. Tras tomarme el café me siento mejor y me dirijo al lavabo para intentar deshacerme de este aspecto de pobre mujer. Procuro peinarme lo mejor que puedo y después de lavarme la cara y terminar el frasco de colonia, empiezo a parecer una persona más o menos normal. Contra las ojeras no tengo nada que hacer de momento. 

El conductor está haciendo todo tipo de aspavientos, así que deduzco que tenemos que volver al autobús.

Demasiadas horas por delante, todavía. Intento acomodarme en el asiento pero no llego a conseguirlo del todo. Me parece increíble que mi compañero pueda permanecer en la misma postura durante todo el trayecto. Podría pensar que está muerto si no fuera porque si fijo la mirada en su pecho puedo notar el rítmico movimiento de su respiración. Yo, en cambio, no cojo postura y me incomoda pensar que tanto ajetreo a su lado pueda molestarle, pero él ni se inmuta. Seguro que es un consumado viajero y lleva a sus espaldas montones de kilómetros dentro de un autobús. Es algo que siempre me ha gustado hacer, lo de imaginar vidas ajenas, probablemente porque la mía siempre me ha resultado demasiado aburrida. Una sucesión de días idénticos que encadenados dan lugar a semanas enteras difíciles de distinguir unas de otras que, a su vez, forman meses y años tan iguales que asustan. Hasta que llega el día en el que todo salta por los aires y la vida se despedaza de tal forma, que incluso me atrevo a echar de menos esos monótonos días que conformaban mi tediosa existencia hasta ayer. El detonante fue una bofetada, que en el momento que la recibí juro que no me dolió, pero que su eco sigue resonando en mi cabeza. Parece que hayan pasado años desde entonces. 

Conocí a Carlos en el instituto y enseguida me enamoré de él. Alto, moreno, terriblemente guapo y de actitud desafiante, parecía el amo del mundo. Nunca he  conocido a nadie que pareciera tan seguro de todo. Cuando hablaba parecía dictar sentencia y emanaba una fuerza y una energía capaz de nublar todos mis sentidos a la vez. Me hechizó desde el primer instante y tuve la mala fortuna de cruzarme en su camino. Comenzamos a salir o eso creí yo porque mientras jugábamos a ser novios entre semana, él dedicaba los fines de semana a seducir a niñas pánfilas como yo. No le importó que descubriera su doble juego y se las arregló para hacerme creer que aquello era normal, me convenció de que yo era la más importante de todas, que el resto eran meros pasatiempos y que no debía ser tan estrecha, que eso era lo que se llevaba. Incluso me animó a conocer a otros chicos durante esos fines de semana en los que él desaparecía de mi vida, a sabiendas de que yo solo respiraba por y para él. De manera que cuando llegaba el viernes, al terminar las clases, me encerraba en casa y estudiaba durante horas con el único propósito de no pensar en él, en lo que estaría haciendo ni con quién. Era los lunes cuando el sol volvía a iluminar mi vida, cuando me reencontraba con él y mi vida seguía durante cinco días más.

Llegó el verano y tras sorprender a mi madre con aquel montón de sobresalientes, decidió que las dos nos habíamos ganado unas vacaciones. Iríamos a pasar un mes a la playa, a casa de una tía suya a la que yo ni tan siquiera conocía. Y fue aquella misma tarde de principios de junio cuando, no conforme con haberle entregado ya mi alma a Carlos, le entregué también mi cuerpo. Hicimos el amor por primera vez, de forma torpe y acelerada, por miedo a que mi madre se presentara en casa antes de lo normal y en aquella habitación pintada de rosa y plagada de muñecos de peluche, nos juramos amor eterno. Seguro que él, en ese momento, tenía los dedos cruzados.

Es curioso cómo la vida se empeña en mandarnos señales a cada momento, cómo el camino se llena de luminosos neones, de sirenas que alertan del peligro, de lo errónea que es la dirección que hemos tomado y, sin embargo, seguimos avanzando ciegos a tamaño despliegue de alertas. No supe ver los avisos y decidí que quería seguir al lado de aquel hombre que ya apuntaba maneras desde el minuto uno.

De aquel mes en la playa apenas guardo recuerdos, ansiosa como estaba por que terminara cuanto antes. No disfruté lo más mínimo ya que mi cabeza estaba a cientos de kilómetros de distancia. Tal vez si hubiera sabido que pasarían tantos años antes de volver a pisar la arena de una playa, hubiera sido distinto. O tal vez no.

La tía Regina resultó ser una adorable viuda a la que le dimos la vida durante aquellos días, sacándola de su rutina. Todas las mañanas bajábamos temprano a la playa donde permanecíamos hasta la hora de comer. Dábamos largos paseos y cuando más apretaba el calor nos refugiábamos bajo las sombrillas del chiringuito a beber cerveza fría. Por la tarde y tras una religiosa siesta, mamá y la tía Regina pasaban horas hablando de cosas mundanas y no tan mundanas. A mí me gustaba sentarme junto a ellas y escucharlas charlar hasta que la tía Regina dirigía su mirada hacia mí y me preguntaba si con lo alta y lo guapa que estaba no tenía novio. Ahí se acababa la tertulia para mí y, con cualquier excusa, me retiraba a mi cuarto a suspirar por mi lejano amor. Pasé todo el mes sin noticias de Carlos, ni una sola llamada, lo que no me impidió mandarle más de diez cartas contándole lo mucho que le extrañaba y las ganas que tenía de volver a hacer el amor con él. Me gustaba pensar que él estaría terriblemente triste, deseando mi vuelta y cuando mis pensamientos llegaban a la parte en la que buscaba una explicación lógica a la ausencia de sus llamadas, prefería encender la tele o enfrascarme en la lectura de cualquier novela, de las cientos que abarrotaban las habitaciones de aquella casa. Cualquier cosa, antes que aceptar la cruda realidad.

Para mi madre supuso un drama el término de aquellas vacaciones y la vuelta al trabajo. Prometió a tía Regina que volveríamos el próximo verano, sin imaginar que no llegarían ni siquiera a felicitarse las navidades. Fue un año de grandes pérdidas para mí. Perdí a mi madre, perdí mi virginidad, perdí mi inocencia y comencé a perder mi dignidad.

El reencuentro con Carlos nada tuvo que ver con lo que había imaginado. Nada de correr a mi encuentro, para abrazarme y cogerme en volandas mientras gritaba a los cuatro vientos que yo era la mujer de su vida y que por nada del mundo volveríamos a separarnos. Más bien, todo lo contrario. Se mostró frío y distante y aunque me aseguró que me había echado de menos, no le creí. Llegué a sentir que mi vuelta le había molestado, que yo no suponía más que un estorbo para él, excepto cuando nos acostábamos. Ahí sí, ahí era mío y solo mío, y hubiera podido hacerle prometer lo que hubiera querido. Hoy me doy cuenta de que yo no me enamoré de él, sino de la proyección que de él hice en mi mente. Hubiera dado lo mismo que fuera él o cualquier otro, simplemente idealicé a un hombre que tenía su físico, pero nada más que ver con él. Y así, entre suspiro y suspiro de amor, empezó el que sería mi último año en el instituto. 

Apenas llevábamos un mes de curso cuando una mañana el director irrumpió en clase y con una inusual amabilidad en él, me pidió que le acompañara fuera. Y allí, en medio de aquellos grises pasillos, en ese momento vacíos, me dijo que mi madre había muerto. No le creí, claro. Una vez más mi mente se empeñaba en seguir derroteros distintos a los de la realidad. Mi madre había salido de casa temprano, como cada día hacía, y volvería pasadas las nueve de la noche, hecha polvo, pero con fuerzas todavía para preparar la cena y la comida del día siguiente. Charlaríamos un rato y nos sentaríamos frente a la televisión, para que diez minutos más tarde, el ritmo de su respiración delatara que ya se había quedado dormida. No, aquel hombre no podía estar hablando de mi madre, era un error, seguro que se había confundido de clase y, ahora mismo, habría otra alumna ajena a todo, a la que, una vez subsanado el error, iban a darle la terrible noticia. Pero no fue así, no hubo ningún error y, por lo tanto, ninguna posibilidad de enmienda. El coche de mi madre, con ella dentro, acabó empotrado bajo un camión. Tardé mucho tiempo en perdonarla por dejarme sola, completamente sola, en aquel mundo de mierda. Pero la vida siguió y tuve que organizarme para continuar caminando. La tía Regina se empeñó en que me fuera a vivir con ella y, aunque en mi fuero interno sentía que aquella era la mejor opción para mí, decidí que me quedaría en aquella casa, que es lo que seguro hubiera  querido mi madre.

Carlos se mostró más cercano en aquellos duros momentos, tanto que para cuando quise darme cuenta estábamos viviendo juntos. Encontré un empleo y entre mi sueldo, una pequeña ayuda estatal y lo que tía Regina me enviaba cada mes, salíamos adelante. Carlos siguió estudiando y viviendo de mí un año más hasta que terminó el instituto. Si soy sincera conmigo misma, he de admitir que era feliz entonces, que el hecho de que él estuviera a mi lado hacía que todas mis heridas sanaran. No lo sentí como un parásito, viviendo en mi casa, de mi dinero y de mi trabajo, sino que desde mi absoluta ceguera me veía como cualquier otro matrimonio, feliz al lado de mi hombre. Pasaron así varios meses hasta que Carlos encontró un trabajo a media jornada como camarero y, aunque al principio acogí la noticia con gran alegría, pronto me di cuenta de que aquello no fue sino el principio del fin, si es que alguna vez hubo algo. En realidad creo que fui la única que tiró del carro en nuestra relación, él más bien parecía dejarse llevar en todo momento, se encontraba cómodo siendo el centro de todas mis atenciones. En el momento en el que empezó a trabajar apenas nos veíamos, puesto que yo pasaba prácticamente toda la jornada fuera de casa y él regresaba pasada la medianoche. El abismo entre nosotros se iba haciendo más y más insalvable. Sin embargo, es ahora cuando me doy cuenta de que hubiera sido preferible continuar viviendo inmersa en esa indiferencia, antes que pasar por lo que todavía estaba por llegar. Recuerdo que era lunes. Esperé despierta hasta pasadas las dos de la madrugada a que él llegara para darle la noticia: estaba embarazada. Nunca conseguiré borrar de mi mente la cara que puso al decírselo. Su rostro, lívido, se contrajo dibujando una mueca de auténtico  espanto, al tiempo que sus ojos inyectados en sangre me fulminaron en un instante. Apestaba a alcohol. Ni una sola palabra salió de su boca. Se dio la vuelta y salió por donde había entrado, dejándome sola una vez más. Dos días tardó en volver a casa y cuando lo hizo fue para anunciarme que tenía que elegir: o nuestro hijo o nuestra relación. Él no era capaz de ocuparse de una criatura, no quería ser padre y no iba a serlo de ninguna de las maneras. Lloré durante horas, le supliqué, pero no sirvió de nada. Él permanecía impasible, como lo había estado durante todos estos años, incapaz de mostrar ni un ápice de sensibilidad, haciéndome dudar de si lo que corría por sus venas era sangre. No pude más. Estallé. Le dije que se fuera de aquella casa y su respuesta fue una bofetada. Sentí cómo el mundo se paraba cuando su mano aterrizó en mi cara y cómo mi interior terminaba de resquebrajarse con aquel golpe. Muerta de miedo me encerré en el baño, hasta que escuché cómo él salía de casa. No lo dudé ni un segundo, cogí lo imprescindible y me fui. Parece que haya pasado una vida desde entonces y todo ha ocurrido esta misma mañana. 

Intento dormir un poco, pero no lo consigo. Demasiada luz, demasiado ruido, demasiado dolor. Hace ya muchos años que realicé este mismo viaje en autobús junto a mi madre, hoy lo hago con mi futuro bebé. En aquella ocasión  también dejaba atrás a Carlos, esta vez será para siempre.

Justo cuando el conductor nos anuncia que estamos llegando a nuestro destino, veo el mar al otro lado del cristal y por un instante me siento en paz. Atrás deben quedar los malos recuerdos y aquí, rodeada de completos desconocidos, me hago la promesa de alcanzar el próximo destino, volver a ser feliz. 


Relato ganador del I Concurso Literario contra la Violencia de Género Lardero.

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