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Héroes

 



Mi padre era un tipo muy alto con aspecto de señor serio. Sin embargo, debajo de aquella espesa barba tras la que se escondía, había un hombre alegre que no dudaba en tirarse al suelo cada tarde, al llegar del trabajo, para jugar conmigo. El pequeño salón de nuestra casa se convertía en un campo de batalla en el que luchábamos mano a mano contra los más inverosímiles monstruos. Nuestro objetivo era claro: salvar a la princesa atrapada en el castillo. Siempre lo conseguíamos. Malheridos lográbamos llegar hasta la cocina, al otro lado del piso, y rescatábamos a mi madre de las garras de los malos. Ella, entre risas, nos recompensaba con una estupenda cena y, después, me acostaba exhausto y feliz. Por aquel entonces mi padre era mi héroe y yo tenía claro que cuando creciera sería como él.

En 1984 otro héroe se hizo un hueco en mi vida: Michael Jackson. Una tarde, mientras esperaba a que mi padre llegase, pude ver por televisión el videoclip de Thriller. La sensación de terror y fascinación me cautivó y no fui capaz de apartar la mirada de la pantalla durante aquellos interminables catorce minutos. Con el corazón desbocado, esa misma tarde decidí que además de alto y con barba, como mi padre, de mayor quería ser negro para poder moverme como aquel hombre. Pude ver aquel vídeo muchas otras veces, puesto que mi padre cada vez llegaba más tarde a casa, así que no tardé demasiado tiempo en memorizar la coreografía de aquella horda de zombis. El ritmo no se encontraba entre mis cualidades, pero me divertía mostrándole a mi padre mi torpe baile. 

Por aquel entonces él comenzó a viajar a menudo —mi empresa quiere conquistar el mundo, me explicaba con una sonrisa— y las tardes se volvieron más aburridas. Mi madre apenas me prestaba atención cuando le enseñaba mi baile zombi. Durante las cenas en las que él no estaba, ella también parecía ausente y en más de una ocasión la sorprendí con los ojos enrojecidos. Creo que fue por entonces cuando ella dejó de sonreír.

A la vuelta de uno de sus viajes, mi padre me regaló el casete de Thriller. Todavía hoy lo conservo. Escuchaba la cinta una y otra vez, e iba subiendo el volumen a medida que las voces de mis padres lo hacían. Casi sin darme cuenta el campo de batalla, que por las tardes era nuestro salón, se fue extendiendo por toda la casa y no me quedó más remedio que encerrarme junto a Michael en mi cuarto. Dejé que aquella batalla entre el héroe y la princesa se librara sin mí.

Poco tiempo después mi madre interrumpió uno de mis ensayos de baile frente al espejo para pedirme que me sentara junto a ella en mi cama. Me explicó, con aquellos ojos que ya nunca recuperarían su blancura, que mi padre había tenido que salir de viaje de nuevo y que probablemente fuera para mucho tiempo. No entendí por qué aquella vez no se había despedido de mí.

Alguna tarde llamaba y tras hablar con mi madre, ella me pasaba el auricular del teléfono tan caliente que apenas lo llegaba a apoyar en la oreja, de manera que en muchas ocasiones la mayoría de sus palabras se perdían por ese hueco. Durante aquellas conversaciones él hablaba sin parar, como si no le importase o no quisiese escuchar lo que yo pudiera decirle. Me contaba sus visitas a exóticas ciudades de países que yo no sabía situar en el mundo e incluso, a veces, hasta me hablaba de las maravillosas mujeres que había conocido. Siempre era yo el que terminaba por interrumpir aquellos monólogos, excusándome por lo mucho que tenía que estudiar. Ese año no aprobé ninguna asignatura y tuve que repetir el curso.

Poco a poco la idea de convertirme en alguien como mi padre se fue desvaneciendo al igual que sus llamadas telefónicas fueron espaciándose en el tiempo. Llegué a olvidar su voz. No así la de Michael. Tres años más tarde, en 1987, el cantante lanzó al mercado su álbum Bad. Rompí mi hucha y al salir del colegio corrí a comprarme el casete.

Con el paso del tiempo mis dotes artísticas no habían mejorado en absoluto, pero yo seguía empeñado en bailar tal y como lo hacía mi héroe. Todavía conservaba el deseo de ser negro que se vio acrecentado durante aquel año ante los rumores que circulaban en el colegio: los negros la tenían más grande, cosa que Michael corroboraba al llevarse la mano ahí constantemente durante sus coreografías.

Los años fueron pasando, dejé de creer en héroes con la misma facilidad con la que Michael perdía el color de su piel y a pesar de todos los esfuerzos asumí que mi incapacidad para el baile era tan grande como la de mi madre para contarme qué había pasado en realidad entre ellos.

El 25 de junio de 2009 vi por televisión cómo una ambulancia trasladaba a Michael Jackson hasta el hospital. No sobrevivió. Cinco meses más tarde volví a ver a mi padre. Una mujer, la que había sido su pareja durante los últimos diez años, llamó a casa para darme la noticia. Acudí al funeral. Dentro de aquel ataúd mi padre ya no parecía tan alto. Su barba se había convertido en un diminuto bigote de color blanco y yo no fui capaz de reconocer al hombre junto al que, tanto tiempo atrás, había luchado y vencido siempre en todas las batallas.

 


Relato publicado en el número 47 de la revista literaria Fábula.

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