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Amante voraz

 


Está ante mí, en mi propia habitación, y apenas puedo creerlo. Es ella, la mujer de mis sueños. No, qué va, es mucho mejor que la mujer que hasta ahora ha protagonizado todas mis fantasías. Y no es que sea grande, es que es enorme, inmensa, más aún, es mastodóntica.

Baila para mí, le digo, y ella se contonea de forma torpe haciendo temblar el suelo. El suave bamboleo de sus carnes me mantiene hipnotizado frente a ella. Permanezco unos minutos más sentado en la butaca, disfrutando de un espectáculo que me gustaría que durara hasta el amanecer. Mejor todavía, que no acabara nunca. Ella sonríe mientras me muestra su cuerpo desnudo sin ningún pudor. Gira sobre sí misma y se deja caer encima de la cama. Por un instante temo que el viejo mueble no aguante su peso, pero lo hace, no sin antes quejarse con un estremecedor crujido.

Mi diosa yace sobre la cama y yo la tengo como el mástil de un barco, como un ariete vikingo, como un misil a punto de explotar. Me levanto y me dirijo hacia la cama. El espejo del armario me devuelve una imagen un tanto ridícula: un hombre enclenque, flaco y desgarbado empuñando, eso sí, un más que honroso sable.

Mi reina espera impaciente. Escalo su cuerpo y me tumbo sobre ella. Mi cabeza permanece enterrada entre sus pechos y pienso que no me importaría morir asfixiado entre ellos. Sería una muerte tan dulce. Me dejo envolver por su olor a gel de baño, a crema, a perfume y a sudor. Su piel es suave como la de un melocotón, incluso tiene la misma pelusa en los brazos, en el vientre y sobre el labio. La recorro con mis manos, incapaces de abarcarla todo lo que yo quisiera, mientras ella deja escapar intensos gemidos.

Me gusta, susurra, y yo intento imaginar cosas horribles, terribles tragedias, pienso en recibos impagados, me esfuerzo en visualizar mujeres delgadas con las costillas sobresaliendo de su piel… Pero todo es en balde. Como un quinceañero, como un vulgar principiante, me dejo ir sobre su cuerpo. No me atrevo a mirarla a la cara, no quiero ver la decepción en sus ojos, de manera que repto hacia abajo y buceo entre sus piernas.

Lamer, chupar, sorber, libar, succionar, me repito mentalmente como un mantra, mientras siento cómo su cuerpo se retuerce.

Lamer, chupar, sorber, libar, succionar, y sus gemidos van aumentando al mismo ritmo que lo hacen mis lametones.

Lamer, chupar, sorb… y mi cabeza queda atrapada entre sus muslos. 

Puedo sentir la tibieza de su carne, la humedad que se escapa de su sexo, y es entonces cuando me dejo atraer por ese mar de placer que aguarda dentro de ella. Cojo aire y me sumerjo, muy despacio, mientras la enorme mujer comienza a gritar de placer. Con cada contracción de su pelvis avanzo un poco más a través de ese cálido pasillo hasta que, algo o alguien desde su interior y de un brusco tirón, me saca de mi éxtasis.

—Bienvenido, amigo —me saluda un señor de enorme bigote enfundado en un albornoz—. Póngase cómodo, enseguida le presento al resto. 

Al fondo, una señora en bata y un joven en pijama de cuadros me saludan con una desbordante alegría.


Relato incluido en la antología «Relatos nada sexis» publicado por Editorial Ménades.

 

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