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Imagen tomada de internet. |
Esa tarde entras en mi gabinete hecha polvo. Tus ojos enrojecidos y esa sombra de infinita tristeza que planea sobre ti delatan tu pena. Te escucho muy atenta cuando me cuentas que hace ya un mes que un infarto se llevó a tu marido y que te sientes incapaz de seguir adelante sin él. Con la esperanza de que al menos puedas dejar de llorar, te propongo invocar su espíritu para que pueda decirte cómo está. Tal vez eso te alivie en cierta manera el dolor. Accedes sumisa y yo intento contactar. Enseguida él se manifiesta y antes de que cualquiera de las dos podamos reaccionar penetra en mi cuerpo con una brutal embestida. La temperatura de la sala se dispara y siento como si una repentina fiebre se apoderara de mí. Mis ojos se giran hacia dentro, dejo la mente en blanco y me abandono a sus salvajes sacudidas. Un reguero de sudor se desliza despacio por mis pechos, atraviesa mi ombligo y se pierde entre mis muslos. En ese instante me sobreviene una fuerte descarga que estremece todo mi ser durante varios minutos. No puedo evitar encadenar una serie de gemidos hasta estallar en un espeluznante alarido animal. Después surge la calma y, con el vello aún erizado, vuelvo en mí. Estoy empapada y exhausta, pero me siento increíblemente satisfecha. Antes de levantarme observo tu rostro, más desencajado incluso que cuando entraste hace un rato, mientras me preguntas que cuánto me debes por la sesión. Entonces me recompongo el moño y te contesto que nada, que en realidad ha sido un verdadero placer y que no dudes en volver por aquí si quieres saber algo de él otra vez.
Genio y figura
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