Las sirenas de las ambulancias detonarán el silencio de su casa. Ella se despertará asustada. Observará a su alrededor y, tras unos segundos de desconcierto, recordará que se quedó dormida en el sofá. Mirará su reloj y descubrirá que ya no podrá llegar a tiempo a la cita. Hace más de media hora que tendría que haberse encontrado con él.
Se pondrá furiosa consigo misma y cuando se disponga a buscar su móvil entre los cojines, las imágenes del televisor captarán toda su atención.
Enseguida reconocerá la cafetería en la que han quedado. Verá cómo el cartel con el nombre del local cuelga ahora a lo largo de la fachada siguiendo un rítmico vaivén, como el de un cuerpo recién ahorcado. Mirará incrédula cómo han desaparecido los cristales que antes resguardaban la terraza, dejando al desnudo una estructura metálica retorcida de forma absurda, y aún le costará un momento reconocer que los bultos que yacen en el suelo, bajo los cristales, entre el amasijo de lo que antes fueron sillas y mesas, son cuerpos humanos, ensangrentados, desmembrados.
Ella ahogará un grito de horror entre sus manos, pero no podrá apartar la mirada de la pantalla durante las próximas horas.
Tampoco subirá el volumen del televisor, se conformará con observar la repetición en bucle de las imágenes a lo largo de toda la noche. No querrá escuchar, solo mirar.
En algún momento se acordará de él y entonces se levantará del sofá para acercarse a la pantalla. Se arrodillará frente a ella e intentará descubrirlo entre los cuerpos desperdigados por el suelo. Por un instante creerá reconocerse a sí misma entre ellos.
Su teléfono sonará una y otra vez, pero ella no va a contestar. Todavía no tendrá fuerzas para descolgar y responder que está bien, que ella está viva cuando en realidad debería estar muerta. No querrá explicar que su cuerpo tendría que estar tendido en el suelo de esa terraza junto a los demás, que la imagen de su cadáver tendría que estar siendo televisada. Y así, muerta, es como se sentirá durante mucho tiempo. No podrá acudir a los constantes homenajes a las víctimas que se harán en la ciudad, ni podrá depositar flores o velas en el lugar del atentado porque se sentirá culpable por estar viva.
Todo esto, sin embargo, no va a pasar hasta dentro de unos minutos. Ahora mismo ella duerme tranquila en el sofá de su casa tras una larga jornada de trabajo, mientras él, sentado en la terraza de la cafetería en la que han quedado, mira impaciente su reloj un segundo antes de la detonación.
Relato incluido en el número 28 de la revista Papenfuss (especial 8 de marzo 2021).
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