Victoria no sabe rezar, pero esa noche lo intenta. Reza a su manera. Cierra los ojos, aprieta los puños y pide en silencio. Pone toda su alma y su fuerza, la poca que ya le queda, en esas palabras que van tomando forma en su mente. Se dirige a un dios, a ese mismo que la abandonó al tercer año de su boda, el mismo que permitió que, el que creía que iba a ser el amor de su vida, se convirtiera en un monstruo. Susurra su plegaria mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas. "Por favor, dios mío, no permitas que esta noche vuelva a pegarme". Victoria se acurruca en la cama temblando, se cubre con las sábanas hasta la cabeza y espera angustiada a que se escuche la llave entrando en la cerradura de la puerta.
Tras el naufragio pudimos sobrevivir en aquella pequeña isla tanto tiempo gracias a papá. Eso creemos todos, aunque es cierto que también resultó de gran ayuda que Luis, el mayor, supiera cómo encender un fuego; que mamá afilara con semejante empeño aquella piedra hasta lograr que cortara mejor que cualquier cuchillo jamonero; o que Marta demostrara esa sangre fría pese a ser la más pequeña y su favorita. Sin embargo, antes de todo eso, fue a mí a quien le tocó el arduo papel de explicarle lo difícil que nos iba a ser continuar allí sin él. Microrrelato finalista en el X Certamen de Microrrelatos del Ateneo de Mairena.
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