El primer caso que se
manifestó mantuvo en vilo a toda la comunidad científica durante varios meses.
El sujeto en cuestión presentaba unos síntomas realmente curiosos no
descubiertos en individuo alguno hasta la fecha. Sus dedos pulgares mostraban
un desproporcionado desarrollo, alcanzando un tamaño tres veces superior al
habitual, eso sin mencionar la desaparición total de sus huellas dactilares o
la sensible merma diaria de su masa cerebral. El paciente a estudiar, además,
mostraba una incontrolable repulsa hacia todo tipo de libros, cuadros y
manifestaciones artísticas de diversa índole. La sola mención de vocablos tales
como soliloquio, genuflexión o grandilocuente hacían que su cuerpo convulsionara
durante más de quince minutos seguidos. Lo mismo ocurría si se le mostraban
imágenes de obras tales como La maja
desnuda, El grito o Construcción blanda con judías hervidas.
Crítico fue el día en el que le acercamos un volumen de En busca del tiempo perdido,
aunque no tan grave como en el que aquella investigadora venida desde Canadá
intentó leerle un fragmento elegido aleatoriamente de Rayuela. Esta primera investigación llegó a su fin cuando el
paciente, sin ningún tipo de aviso, abrió la boca y sus propias palabras se lo
tragaron.
«Blanco o negro, vivir o morir...; se trata de tomar decisiones y actuar», gritaba mi padre furioso cada vez que me veía dudar. Los baños diarios en el mar, incluso durante el invierno, o la prohibición de mostrar mis sentimientos, ni siquiera durante el funeral de mamá, formaban también parte de su empeño en convertirme en un hombre de verdad, útil para este mundo. Así es que estoy seguro de que se sintió realmente orgulloso de mí cuando permanecí sentado en la arena, impasible ante sus súplicas, mientras se ahogaba aquella fría tarde del mes de abril. Microrrelato seleccionado para su publicación en la antología 100 palabras para un mundo de El Libro Feroz Ediciones .
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