Cada mañana, mientras tú aún
duermes, cojo la ropa del día anterior, esa que nunca te viene bien recoger por
la noche y la acerco hasta mi nariz para olisquearla una y otra vez, primero
del derecho, luego del revés. Una, dos, tres y hasta cuatro veces. De forma
compulsiva, de manera obsesiva, siete días a la semana, en busca de cabellos,
perfumes o carmines acusadores, a la caza de recibos incriminatorios olvidados
en el bolsillo interior de tu chaqueta. Cansada ya, al cabo de los años, no me
queda más remedio que inventarme una aventura, al no darme tú otra excusa mejor
para poder abandonarte.
Tras el naufragio pudimos sobrevivir en aquella pequeña isla tanto tiempo gracias a papá. Eso creemos todos, aunque es cierto que también resultó de gran ayuda que Luis, el mayor, supiera cómo encender un fuego; que mamá afilara con semejante empeño aquella piedra hasta lograr que cortara mejor que cualquier cuchillo jamonero; o que Marta demostrara esa sangre fría pese a ser la más pequeña y su favorita. Sin embargo, antes de todo eso, fue a mí a quien le tocó el arduo papel de explicarle lo difícil que nos iba a ser continuar allí sin él. Microrrelato finalista en el X Certamen de Microrrelatos del Ateneo de Mairena.
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