Me
adentré en el bosque, una tarde más, ataviada con mi ajada capa
roja. Seguí el camino, el de siempre, tarareando la consabida cancioncilla.
Pasado el primer claro, apareció el maldito lobo feroz. Parecía cansado, más
que de costumbre, y sus profundas ojeras así lo atestiguaban. Yo también lo
estaba. Cansada y harta de las continuas humillaciones sufridas a lo largo de
los años. Aquel día solo buscaba una sola cosa: venganza. Así es que, antes de
que el lobo abriera su bocaza para preguntarme lo de siempre, saqué el revólver
de mi cestita y vacié el cargador sobre su barriga. Después, corrí.
Tras el naufragio pudimos sobrevivir en aquella pequeña isla tanto tiempo gracias a papá. Eso creemos todos, aunque es cierto que también resultó de gran ayuda que Luis, el mayor, supiera cómo encender un fuego; que mamá afilara con semejante empeño aquella piedra hasta lograr que cortara mejor que cualquier cuchillo jamonero; o que Marta demostrara esa sangre fría pese a ser la más pequeña y su favorita. Sin embargo, antes de todo eso, fue a mí a quien le tocó el arduo papel de explicarle lo difícil que nos iba a ser continuar allí sin él. Microrrelato finalista en el X Certamen de Microrrelatos del Ateneo de Mairena.
¡Vaya! ¿y ahora quién se viste de abuelita?
ResponderEliminarJeje. Buena versión.
Ya ves, Lorenzo, demasiado tiempo tomando a la niñita por tonta y al final se nos ha rebelado.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita, ya sabes que siempre eres bienvenido.
Un abrazo.