Me
adentré en el bosque, una tarde más, ataviada con mi ajada capa
roja. Seguí el camino, el de siempre, tarareando la consabida cancioncilla.
Pasado el primer claro, apareció el maldito lobo feroz. Parecía cansado, más
que de costumbre, y sus profundas ojeras así lo atestiguaban. Yo también lo
estaba. Cansada y harta de las continuas humillaciones sufridas a lo largo de
los años. Aquel día solo buscaba una sola cosa: venganza. Así es que, antes de
que el lobo abriera su bocaza para preguntarme lo de siempre, saqué el revólver
de mi cestita y vacié el cargador sobre su barriga. Después, corrí.
«Blanco o negro, vivir o morir...; se trata de tomar decisiones y actuar», gritaba mi padre furioso cada vez que me veía dudar. Los baños diarios en el mar, incluso durante el invierno, o la prohibición de mostrar mis sentimientos, ni siquiera durante el funeral de mamá, formaban también parte de su empeño en convertirme en un hombre de verdad, útil para este mundo. Así es que estoy seguro de que se sintió realmente orgulloso de mí cuando permanecí sentado en la arena, impasible ante sus súplicas, mientras se ahogaba aquella fría tarde del mes de abril. Microrrelato seleccionado para su publicación en la antología 100 palabras para un mundo de El Libro Feroz Ediciones .
¡Vaya! ¿y ahora quién se viste de abuelita?
ResponderEliminarJeje. Buena versión.
Ya ves, Lorenzo, demasiado tiempo tomando a la niñita por tonta y al final se nos ha rebelado.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita, ya sabes que siempre eres bienvenido.
Un abrazo.