Todas las tardes mamá acude
al colegio a recogerme, aunque estos últimos días no lo hace sola. El señor que
la acompaña tiene la voz un poco ronca y una barba que siempre pincha. No me
gusta cómo la mira y no me gusta que a cada rato la coja de la mano. Seguro que
a ella tampoco porque enseguida se la suelta. Creo que no le caigo demasiado
bien. Además odio que mamá me obligue a darle un beso antes de despedirnos,
pero lo hago sin rechistar porque sé que ella me regalará un tebeo o un montón
de cromos. Siempre lo hace, justo después de prometerle que no le contaré nada
sobre su nuevo amigo a papá cuando vuelva de viaje.
Tras el naufragio pudimos sobrevivir en aquella pequeña isla tanto tiempo gracias a papá. Eso creemos todos, aunque es cierto que también resultó de gran ayuda que Luis, el mayor, supiera cómo encender un fuego; que mamá afilara con semejante empeño aquella piedra hasta lograr que cortara mejor que cualquier cuchillo jamonero; o que Marta demostrara esa sangre fría pese a ser la más pequeña y su favorita. Sin embargo, antes de todo eso, fue a mí a quien le tocó el arduo papel de explicarle lo difícil que nos iba a ser continuar allí sin él. Microrrelato finalista en el X Certamen de Microrrelatos del Ateneo de Mairena.
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